Chapuzón de remembranzas
Este final de año, además de viajar a compartir con mis hermanas, sus familias y mi hermosa madre; tuve la oportunidad de ir a la calle donde vivían mis abuelos. Aquella cuadra donde mi mamá pasó su infancia y juventud. Hasta donde papá se iba a conquistarla. Donde una de mis hermanas paso el tiempo de su universidad. Donde pasé vacaciones inolvidables.
Hace un par de años pasé con mis hermanas rápidamente a saludar la familia más querida para nosotros. Pero fue como diríamos en mi tierra, visita de médico. Este primero del año pudimos estar allí unas cuatro horas. Fue sensacional. No sabría cómo describir todo lo que sentí. Fue una mezcla entre emoción, nostalgia, gozo, y en la cabeza un sinfín de recuerdos atropellándose entre sí, con ganas de ser contados a mis sobrinos.
Como mis hermanas fueron en auto y no cabíamos todos, mis sobrinos y yo fuimos en tranvía. Ni mi sobrina ni yo lo conocíamos, es fabuloso. Por ende, nos tocó caminar unas 6 calles para llegar al sitio. Mientras íbamos subiendo por las cuadras de Buenos Aires (nombre del barrio), nos conseguimos con las acciones tradicionales para un primero de enero de aquel sector. Las familias y los vecinos reunidos en las aceras, con su respectiva olla inmensa de sancocho o fríjoles, paila inmensa con chicharrones o parrillas con carne asándose.
Para mis enanos todo esto es diferente a lo que están acostumbrados, por lo que iban mirando de lado a lado, divertidos. Les conté entonces que cuando era niña, la costumbre de los abuelos era mandarlo a uno con el plato hondo a pedir una porción de las casas amigas, de lo que sea que estuvieran preparando. Entonces, le tocaba a uno, bien infante, ir y sin conocer a nadie decir "por favor le manda a mi abuela". Desde esos momentos, para mi generación "tener pena" pasaba a ser una frase inexistente, puesto que en casa no podías salir con esa excusa para no ir a pedir la ración que le habían prometido a tus abuelos, tíos o padres. Ahora de adulta, analizando las cosas desde otra perspectiva, supongo que hacían algún tipo de "vaca" para comprar las verduras y carnes que se habrían de preparar, y por ello mis antecesores me enviaban con la confianza absoluta que no regresaría con las manos vacías. O simplemente, todos compartían con todos. No lo sé. El caso, es que era un interacción realmente bonita.
Hubo tantos recuerdos ese día, la mayoría bonitos y divertidos.
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Como el del cambio de la puerta de entrada en casa de los Aguirre. Estos eran los vecinos inmediatos de mis abuelos. Uno salía y a mano derecha, la casa siguiente era la de la señora Maruja (Mua), su esposo Gerardo, sus hijas (Merce, Marta, Edilma, Dora y Lina), las tías Nena y Fanny, además de primas, primos, sobrinos y vecinos que técnicamente vivían o se la vivían allí. Hay cosas que no necesitan dinero para llenar los corazones, y en ese pequeño hogar lo tenían muy claro. Era como un centro de reunión familiar y vecinal. Allá terminábamos casi todos. Tanto era, que la puerta principal de la casa, era grande, de madera pesada, que ajustaba con fuerza por estar un poco caída, pero solo le ponían el pasador muy tarde, en la noche. El resto del tiempo, solo se tenía que empujar la puerta con un mínimo de fuerza. No he conocido en toda mi vida una casa igual, donde no tuviesen que echarle doble llave a la entrada. Evidentemente, hoy en día no es así.
En unas vacaciones, cuando ya estaba adolescente, llegué abracé a mis abuelos, solté la maleta y corrí a saludar a mis queridos vecinos cuando ¡oh sorpresa! empuje confiada sin mirar que dicha puerta ya no era del mismo material. Pues rebote como pelota. Mi cara de estupefacción debió ser todo un poema. ¡Habían cambiado la puerta! Ahora era metálica, contaba con un timbre en la parte superior izquierda, y uno tenía que esperar que alguien le abriera. ¡No podía creerlo! Que había pasado para que este cambio se generará. Confieso que se me aguaron los ojos. Es muy tonto, pero era como si ya no fuera parte de la familia.
Luego que me explicaran, comprendí lo lógico. Era por seguridad. Como en todas las otras casas. Normal. Pero es que ese siempre fue un lugar diferente. Y aún lo sigue siendo. Pasar la tarde allí, ahora viendo las nuevas generaciones de esa familia y de la mía, tenía magia, magia pura. Y a la casa le hicieron grandes y lindas mejoras. Por ejemplo, el tubo de desagüe de lluvias por donde se escondió el ratón que una vez atrapé en la calle y lleve a mostrar, ya estaba tapado. Pero pude contarle a mis sobrinos cómo ese pequeñín me mordió la mano y entonces me toco devolverlo por la cañería de donde lo encontré mientras asomaba su diminuta nariz.
Era una época linda, sobre todo para los más pequeños que ignorábamos cuanta violencia azotaba la ciudad. Yo crecí en un apartamento del centro en mi pueblo no contaba casi con vecinos. Entonces anhelaba llegar a esta calle a jugar con todos los niños y jóvenes vecinos, estar hasta altas horas de la noche fuera, mantener las manos sucias y las rodillas raspadas, que me llamaran a cenar y me dejaran volver a salir era lo máximo, y lo sigue siendo.
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Saltábamos cuerda, que extendíamos de acera a acera. Montábamos patines y bajábamos en parejas, agarrados de las manos contrarías, girando por pura fuerza centrífuga. Jugábamos a "Policías y Ladrones" (los policías perseguían a los ladrones hasta que todos fueran metidos a la cárcel), y muchos otros como "Chucha congelados" (uno perseguía a todos, y al tocarlos debían quedarse quietos en el sitio esperando que algún compañero pasara por allí y lo descongelara. "Chucha puente", que era igual que el anterior, pero para descongelar tocaba pasar bajo las piernas del congelado e intentar no rasparse las rodillas en el intento. También nos encantaba el "Escondite" y hasta hacíamos coreografías que bailábamos en la misma calle con la música que Gustavo, el vecino melómano (Coca), nos ponía en sus grandes parlantes.
Somos muchos los que a pesar de los pesares, tuvimos una infancia digna de recordar y ser contada como Yoyo, Nana, sus primas, Nata, Fana, su hermanita y algunos con los que perdí contacto. Es gracias a ellos, a mis abuelos, a sus vecinos, a las amigas de mi mamá que también vivían por allí, a mis papás y hermanas que hoy escribo este artículo. Fueron las mejores vacaciones de mi vida, y lo mejor...es que fueron muchas. Navidad, Final de año escolar, Semana Santa. Cualquier temporada era perfecta para ir a la 46 y ser una niña feliz.
Comencé este año con un chapuzón de remembranzas que me renovaron el alma. Gracias familia por hacerlo posible. Y en este 2018, bailaré por nada y por todo. Así mantendré viva la niña en mí, pues la adultez la asocio siempre con el sentido de responsabilidad y no con la alegría de la vida.