A la gente hay que creerle.
Hace algunos años atrás trabajé en una empresa enfocada en los biocombustibles derivados de la palma aceitera. Fue mi primer empleo en esta ciudad. Formaba parte del equipo de ingeniería, de donde tengo dos increíbles amigos que hicieron de mi cambio de vida, algo más llevadero y divertido.
Entre todas las personas que conformaban aquella naciente empresa, estaba un joven moreno y bajo, llamado Diego. Obviamente todos le decíamos Dieguito. El era el mensajero, el que nos consentía con tinto temprano cada mañana y el que nos brindaba su grata compañía y anécdotas.
Padre abnegado y esposo ejemplar. Tenía un dicho que salía a relucir cada que nos contaba algún cuento que involucrara personas con personalidades un poco peculiares. Cuando le preguntábamos, ¿en serio? eso dijo?, él respondía desde su dulce inocencia o sarcasmo: “Ingeniera, a la gente hay que creerle”.
No creí nunca que Dieguito fuera ingenuo, sino que le brindaba el beneficio de la duda a las personas por más culpables o mentirosas que parecieran.
Hoy, después de pasar años en esta helada capital, y de toparme con gente que rompe cada día con el paradigma de frialdad y despotismo asignado a los bogotanos, comprendo las palabras de aquel chico foráneo. No es que haya que creerle todo a la gente (no podemos tragar entero), pero supongo que deberíamos creer un poco más en la gente.
Dar y darnos la oportunidad de evitar los prejuicios y crear bajo propias experiencias, juicios a las personas que pasan por nuestras vidas. Bien lo reza el refrán, aunque seamos del mismo barro no es lo mismo olla que jarro. No soy igual que mis padres, mis hermanas ni mis amigos; aunque soy consiente que mi personalidad está influenciada por aquellos que forman y han formado parte de mi existencia. Tal como es imposible ser igual que todos los de mi país, de una región o de un pueblo, buenos o no. Pues la individualidad de mi personalidad está basada en mis valores, decisiones, principios, educación, creencias, experiencias y raíces.
Esta reflexión me hace amar aún más mi trabajo. La danza no conoce de prejuicios, solo se entrega a quienes la sienten y la aprenden día a día. El problema existe en nuestra ligereza para evaluar constante y críticamente a quienes la practican. Si están jóvenes o viejos, si son buenos o malos con los pies, si lo hacen feo o bonito, o si debiesen seguir o no intentándolo. Y lo que hacemos es ensuciar con nuestro ego y palabras la pureza de algo que vive para todos y en todos.
Quien sería yo para juzgar a quienes están a mi alrededor. Yo, quien a mis 34 años decidí dedicarme a enseñar a bailar, siendo una Ingeniera Mecánica egresada de una de las mejores universidades de mi país. Yo, que ahora a mis 36 incluí en mi vida la gimnasia (me digo a mí misma “aprendiz de brujo”, por su riesgo y magia). Yo, que a pesar de amar el baile desde la infancia nunca le di el lugar, la dedicación, ni el respeto que este arte amerita y merece.
En esta etapa soy inmensamente feliz compartiendo mi pasión, bajo diferentes modalidades, como la enseñanza para social y la formación para escenario; sin importarme cómo se ven, cuantos años tienen o que hacen en su día a día. Porque, así como aquellas personas que asisten a mis clases o los chicos que forman parte de mi grupo de show y competencia creen en mí, yo creo en ellos.
Nota: Fotografía tomada por mí. Primer año en esta hermosa ciudad.