Molido o en grano
El despertador grita mientras acuchilla la parte frontal e inferior de mi cerebro. Cuando apenas estoy empezando a navegar en la fase REM y las ondas Alfa emergen de mí como luciérnagas en ritual de cortejo. Justo allí, cuando aún el cielo no le ha visto el boceto al nuevo día, aparece la incoherencia de emprender mientras noto que la oscuridad aún se cuela por la ventana, se posa en mis párpados y los empuja hacia abajo, porque ellos me pesan.
A mí, me duele el cuerpo, y es que todos los días me duele. A ella, le duele la deuda eterna por el apartamento que le paga a un banco. A elle, le duele la pinta que se debe poner obligade para su trabajo en la oficina. A él, le duele el pasar de los años con la panza que se asoma amenazante y la calva inminente.
Una década atrás, a una hora similar llegaba papá con su bandeja de cariño servida en tazas de colores y más tiempo atrás mi abuelo le llevaba a la cama el “buenos días”, al amor de su vida; y es que “El arte no se eleva por fuerza propia […] ni sólo se apoya sobre lo cotidiano, sino que es lo cotidiano en una de sus manifestaciones más notables” (Mandoki, Estética cotidiana y juegos de la cultura. 2008).
Desde la vieja olleta en el fogón de leña, desde el cono de tela amarillenta y retorcida, desde la prensa francesa y la boquilla italiana, desde la máquina digital y programable con un pequeño botón rojo, emerge una nube vaporosa blancuzca, ondulante y coqueta.
Esta, viene con un toque de desesperación como mi salida de Transmilenio a las cinco treinta de la tarde, pero su única intención real es correr e invadir cada fosa nasal que se tope en el camino. Y todos, como en una coreografía casi universal, olfatean. Los ojos se entrecierran, los hombros se suben ligera e involuntariamente y se siente una caricia en la parte interna de las costillas. Todo se ralentiza, desprendiéndonos por un instante de las garras del tiempo que corre desesperado y eufórico; ese tiempo que nunca existe para verte con las amigas o masajearte los pies.
A través de un despreocupado, insistente y sostenido gorgoteo que divaga entre silbidos y gruñidos, te cuenta su historia como un susurro al oído. Una oda a la pausa, a la entrega, al respiro para seguir dando la pelea. Él es una palmada en la espalda que te recuerda que lo estás haciendo bien y que está allí para acompañarte, sin importar la hora.
Es el ejemplo más cercano de la creación, de la evolución, de la transformación, de la influencia de la luz, la humedad, el clima, la región y la altura. Es el abrazo matutino, la tertulia vespertina, es la excusa para encontrarme con alguien, la manera de decirle al otro que lo quiero. Es un obsequio, un gesto, una sonrisa, un “estoy contigo”, “te escucho”, “te apoyo”, “te celebro”.
Desde mis bisabuelos es tradición familiar. En olla grande, dispuesto todo el día para su consumo, habitaba él en la cocina de los padres de mi madre. Y lo solían servir en unas tazas tan amplias, que parecían más unas pequeñas soperas.
Para mi él tiene un encanto especial. Tengo un sinfín de anécdotas que lo involucran. Él en el desayuno y en el velorio, en la oficina y la cigarrería, servido en vajilla o desechable. Él en cualquiera de sus versiones. Lo supieron los asiáticos y africanos en Etiopía, y lo sabemos nosotros hace casi 200 años…
Tiene tantos nombres como amantes: tinto, perico, guayoyo, cortao, oscurito, clarito, marrón, lechudo, carajillo, con leche, cargado, suave, americano, cappuccino, moca, irlandés, vienés, expresso, ristretto, entre otros. Pero es tan cotidiana su presencia que muchas veces ni la notamos. Y no importa si viene solo o acompañado, con azúcar o cerrero, siempre que es bienvenido. A pesar de su pequeño tamaño, su grandeza se refleja al desvanecerse y entregar su esencia.
Percibimos su calor con cariño y gratitud, nos dejamos envolver por su aroma y si tiene la temperatura idónea para ser ingerido, hace su magia.
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